En estos días de reconstrucción de la vida que supimos tener, cumplimos 117 años. Pasó un suspiro desde que el hincha pudo recuperar con la ida a la cancha uno de sus rituales más sagrados y, animales de costumbre como somos, empezamos a habituarnos de nuevo a aquello que en algún momento pareció que nunca volvería. Dentro de ese regreso progresivo a la normalidad, viene incluido en el menú saber que el día en que Atlanta pierde será más difícil valorar todo.
Es justo entonces abrir el corazón de entrada y contar que estas líneas se escriben cuando todavía están frescas las imágenes de una derrota. Que las manos están más pesadas para llegar al teclado y el entusiasmo por lo que logramos construir desde aquel 12 de octubre de 1904 no es el mismo de otros días en los que la pelota entró en el arco correcto y no hubo árbitros que nos perjudicaran.
Aunque también sabemos que la decepción por esta caída pasará y, cuando llegue el próximo partido, estaremos atentos a lo que pase ahí. Como si no hubiera un pasado. Y que al mismo tiempo, aunque parezca contradictorio, llevaremos a cuestas ese día todo lo que nos precede.
Muchas veces leemos la historia como un camino lineal hacia hoy. Pero vale pensar en cuántos momentos grises habrán tenido Elías Sanz, Emilio Bolinches, Fabián Orradre y los otros muchachos que un día de comienzos del siglo XX se juntaron en una plaza del Sur de Buenos Aires y decidieron fundar un club que se llamaría Atlanta. Cuántas veces se habrán preguntado para qué el sacrificio, como nosotros nos preguntamos a veces para qué comprometemos parte de lo más valioso que tenemos en nombre de una pasión.
No nos engañemos: tanto aquellos fundadores como nosotros decidimos conservar en estos 117 años esa parte bohemia de nuestra existencia porque Atlanta sigue llenando de colores nuestras vidas hasta en los momentos más difíciles. Porque aun después de la bronca, de las injusticias, de ver que habrá que esperar un poco más por ese sueño de Primera, siempre se nos alborotarán los corazones cuando pensemos en ver entrar al equipo al Gran León, con esa camiseta azul y amarilla que nos conquistó el alma. Cuando sintamos los ruidos, los cantos. Y cuando contemplemos a los pibes que van por Villa Crespo con nuestros colores, como para contarnos al mismo tiempo que nuestro sueño bohemio seguirá por mucho tiempo. Aun cuando ya no estemos de este lado.
Por Federico Kotlar
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